Hoy en día no es fácil imaginar una sociedad donde el simple conocimiento de lo que sucede al otro lado del planeta no sea algo fácilmente alcanzable. Hoy es suficiente escribir una palabra en nuestro teclado para ver imágenes de países exóticos y para descubrir actualidades y tradiciones.
Hace unas generaciones no era así. Y es por esta razón que, entre 1860 y 1870, la llegada a Europa, por primera vez, de las estampas japonesas produjo un choque cultural inaudito y con consecuencias geniales. Estas líneas sinuosas, estos rasgos ininterrumpidos, incluso estos nuevos tipos de tinta y de papel se entrelazaron inmediatamente con el sueño de un Oriente mágico e idealizado que las crónicas coloniales habían agudizado.
Sin embargo, el Oriente, en la imaginación de los artistas de finales del siglo, no era geográficamente identificable. Junto a estas estampas japonesas, había otras revelaciones: las danzas javanesas, la atracción hacia el desierto, las excavaciones de los arqueólogos en Grecia y Turquía, la literatura rusa con sus fuertes emociones y las aventuras o las fantasías literarias –de Verne, Loti o Salgari– ignoradas por la crítica oficial pero leídas por todo el mundo.
La fusión de estos elementos generó una gran parte del imaginario del Modernismo: los motivos florales, las curvas seductoras, las ilustraciones sobrecargadas. Es extraño notar que el más famoso abanderado de este cambio en Francia fue un artista de Oriente. Praga estaba mucho más cerca de Tokio o Pekín, pero eso no impidió que un talentoso pintor y dibujante checo se impusiera en el mercado.
Sí: porque, cuando los carteles y los afiches de Alphonse Mucha encendieron las calles, las revistas y los teatros primero de París y luego de toda Europa, era precisamente el momento en que el arte se ponía al servicio de la publicidad. Y era también una época en la que la publicidad, como otras expresiones de la creatividad, buscaba todavía condicionar al pueblo afilando su sensibilidad hacia lo bello.
El encanto fastuoso y carnal que Mucha ofreció a las formas de Sarah Bernhardt la convirtió en una celebridad internacional y cambió, forjando el concepto mismo del culto a las estrellas, la historia del teatro y del cine. ¿Y qué hay de su anuncio para el Vino de los Incas, el antepasado de la Coca-Cola? Un hombre humilde se postra ante una divinidad opulenta que le niega la sabrosa bebida: un concentrado de morbo y elegancia que no tendrá más iguales en las campañas publicitarias de los siglos XX y XXI.
Otros artistas elevaron la línea sinuosa a emblema de una revolución visual: Georges de Feure con sus mujeres que se transforman en flores, Toulouse-Lautrec con sus prostitutas a veces apenas esbozada y sin embargo perfectamente vivas ante nuestros ojos, Bussière, Grasset y Berthon con sus musas flotando sobre jardines diáfanos, Thorn Prikker anunciando la abstracción. Pero fue otro holandés, Jan Toorop, de origen javanés, a revelar, con sus cuadros, la fascinación del teatro de las sombras y a exaltar, con sus dibujos extenuados, la meticulosa hipnosis del arte asiático.
Sin embargo, el Oriente era también la Grecia clásica: una tierra de clima suave, patria de las letras y de las desinhibiciones. Así, Pierre Louÿs simula haber encontrado y traducido los versos de una alumna de Safo y pulveriza cualquier récord de ventas con su colección de poemas en prosa titulada Les chansons de Bilitis. El erotismo triunfaba casi con insolencia, influyendo en toda una serie de ilustradores: Rochegrosse, Barbier, Orazi, Ray…
La reescritura de los mitos antiguos, modificados y doblados a las sensibilidades contemporáneas, fue por otra parte uno de los acontecimientos característicos del Simbolismo: en una tragedia de Albert Samain, el cíclope Polifemo se convirtió en un excluido, enamorado y melancólico, condenado por su aspecto; en otra pieza, esta vez de André Gide, Filoctetes se transformó en un alter ego del capitán Dreyfus.
Todo esto desmiente a un atávico prejuicio del que el Simbolismo queda todavía víctima: el de estar alejado de la realidad, de no ser comprometido, de ser no un reflujo hacia lo irracional, sino hacia lo irrazonable.
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