EL AGUA

En pleno siglo XXI damos por seguras teorías que, hace más de cien años, la ciencia no había demostrado y que a menudo permanecían como intuiciones. Hoy se sabe que la vida se desarrolló en el agua; y que esta, era al principio algo ultra-terrestre, habiendo llegado gracias a los cometas que golpearon nuestro planeta.

Aunque todo esto era poco conocido durante la Belle Époque, varios artistas percibieron el agua como elemento primordial, como símbolo de inocencia y emancipación, como fuente de vida, de alegría y de realización, como instigadora de sensualidad y de sexualidad. De Honfleur a Ostende, del Rin al Danubio, de los canales de las ciudades flamencas a los lagos de Carelia y a los arroyos subterráneos de poemas y fábulas, del océano de las leyendas bretonas a las playas idealizadas de Sicilia, el agua fue, no solo una de los principales inspiradores de los artistas relacionados con el Simbolismo, sino la clave de todo un imaginario.

Ya detrás de los versos amargos de L’albatros de Baudelaire queda la impresión de encontrarse en un puerto de Normandía y de oír, entrelazado a las burlas de los marineros, el roce de las cuerdas en los bolardos. Pero el agua era ante todo el mar y su libertad. Esa libertad cantada por Stéphane Mallarmé. Esa libertad soñada por Villiers de l’Isle-Adam. Este mar habitado por sirenas, como en los cuadros de Franz Von Stuck, de Heinrich Vogeler, de Gustav Klimt, de Armand Point o de Alexandre Séon. Este mar de colores cambiantes, o visto, gracias a la tinta china, como durante un eclipse de sol, convirtiéndose casi en una prisión en la obra de Léon Spilliaert: embrujado por el insomnio y por sus fantasmas, paseaba por la noche a lo largo de los muelles de Ostende, antes de volver a casa y fijar en un lienzo las pesadillas de su soledad y de su conciencia.

En las orillas de los ríos y lagos, por el contrario, eran invariablemente el recogimiento y la languidez que se imponían. Si quisiéramos resumir en una imagen el clima del Simbolismo, estaríamos casi obligados a elegir uno de esos paisajes impalpables de Alphonse Osbert, donde sonámbulos, ninfas o dioses contemplan, cerca de aguas quietas, crepúsculos perpetuamente cristalizados. Es todo un mundo distante y torcido, lascivo a veces sin saberlo, que se encuentra también en las pinturas de Émile-René Ménard, de Edmond Van Offel, de Henri Le Sidaner, de Lucien Lévy-Dhurmer, de Fernand Khnopff. Es la búsqueda de un universo alternativo que, en el fondo, es la mejor demostración de la actualidad del simbolismo en el contexto del siglo XXI.

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