LA MUERTE

En 1888, tres jóvenes escritores belgas –Grégoire Le Roy, Charles Van Lerberghe y Maurice Maeterlinck– apostaron por quién habría logrado, en primer lugar, representar a la Muerte en la escena. Todos habían frecuentado el Colegio Jesuítico de Saint-Barbe, en Gante; y, al igual que sus mayores Verhaeren y Rodenbach, habían salido dispuestos a poner en tela de juicio la estructura hipócrita y pequeñoburguesa de una sociedad sobre la cual la religión pesaba aun agobiadoramente. La obra de Le Roy, L’Annociatrice, quedó incompleta; la de Van Lerberghe, Les Flaireurs, publicada en enero de 1889, mostraba, en un crescendo inexorable, la angustia de una madre y de una hija frente a los mensajeros del más allá; en la de Maeterlinck, L’Intruse, aparecida el año siguiente, el terror se insinúa entre los parientes de una mujer que agoniza en el dormitorio de al lado. El éxito de este espectáculo, siguiendo el entusiasmo por la obra de Maeterlinck desencadenado por un artículo de Octave Mirabeau que unos meses antes había proclamado en las columnas de Le Figaro al joven belga como el nuevo Shakespeare, decretó el nacimiento del teatro simbolista. En los meses que siguieron, varias piezas fueron creadas en el mismo estilo; en una de ellas, La Mort aux berceaux, Eugène Demolder se atrevía a contar la noche de la matanza de inocentes desde el punto de vista de la madre de uno de los niños asesinados por los soldados de Herodes. El mismo Maeterlinck, por otra parte, replicó su éxito con otros títulos evocadores, como Les aveugles o Les sept princesses.

Los simbolistas fueron los primeros en la historia del teatro en tratar de representar lo invisible. Sin sus aportaciones, sin su coraje, probablemente no habríamos tenido, después, los textos de Pirandello, de Strindberg, de Beckett, de Ionesco, de Ghelderode. Pero más allá del teatro y más que cualquier otra vanguardia, el Simbolismo está animado por una omnipresente reflexión sobre la Muerte. A veces se convierte en su aceptación, a veces en una especie de resistencia. Por sus imágenes y su filosofía, el Simbolismo es un antídoto a la Muerte.

Y si el protagonista de la novela Bruges-la-Morte de Rodenbach –que inspiró ampliamente Vertigo de Hitchcock y muchos otros thrillers– busca en vano hacer revivir en las caricias de una bailarina el sueño de su esposa idolatrada, si Baudelaire y Rollinat juegan con lo macabro, si en sus cuadros Arnold Böcklin y Joseph Middeleer llevan a sus personajes encapuchados hacia misas solemnes y lúgubres, si Gustav Mossa y Witold Pruszkowski mezclan el sepelio con el erotismo, si Félicien Rops anuncia en sus mujeres provocadoras, y que sin embargo esconden ya los gérmenes de la putrefacción, los sufrimientos y la agonía de la sífilis, también hay artistas que miran a la muerte con quietud, con gratitud. En este largo y emotivo poema de Van Lerberghe que fue también el punto culminante del Simbolismo, La chanson d’Ève, la primera mujer se rebela contra Dios, consciente de perder la inmortalidad, en nombre de su independencia y de la verdad.

¿Y los esqueletos del finlandés Hugo Simberg no se burlan del miedo a la muerte? Y los vestigios del pasado, reinterpretados por František Kupka, ¿no parecen majestuosos y eternos? Y las atmósferas brumosas, con cuerpos elegantes que se desprenden en la luz, de algunos cuadros de Lévy-Dhurmer, ¿no parecen rechazar hasta la noción misma de muerte?

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