Por Harold Suarez Llápiz. Crítico e investigador de arte boliviano.
Gíldaro Antezana fue indiscutiblemente uno de los artistas bolivianos protagonistas de la segunda mitad del siglo pasado. Nacido en Cochabamba, en 1938, abandonó su oficio de talabartero, cuando contaba con 20 años de edad, al descubrir que tenía un gran talento para la pintura. A partir de entonces, decidió dedicarse de lleno a esta profesión.
Ingresó a la Escuela de Bellas Artes de Cochabamba para perfeccionar su arte, corrían los años 50 y Gíldaro decide dar un giro de 180 grados a su vida. Consigue egresar de dicho centro de formación en 1954 y poco después aparecerían múltiples reconocimientos por su obra artística. Ganó muchos concursos en su ciudad natal y a nivel nacional, el Gran Premio Nacional de Pintura en el Salón Pedro Domingo Murillo en La Paz entre otros. En 1975, recibió una mención honrosa en Reijika, Yugoslavia. Expuso su obra en Brasil, Ecuador, España, Francia y Rusia.
Pese a ser conocido por pintar gallos de riña, (Gíldaro criaba y entrenaba a estas aves), realizó una obra mucho más interesante, que merece ser estudiada y comprendida en su real dimensión. Si bien el maestro valluno era dueño de una obra oscura, casi de estilo ¨goyesco¨ (por su carácter dramático), curiosamente también me remite al gran pintor argentino Antonio Berni, quien enriquecía su obra con personajes metafóricos como los inolvidables Juanito Laguna y Ramona Montiel (seres fantásticos, sacados de su imaginación, e identificados con las inquietudes de los desposeídos). En el ámbito nacional nos recuerda al pintor y muralista chuquisaqueño Solón Romero, quien tenía en la figura del Quijote a su ferviente luchador de las empresas más difíciles de resolver. Gíldaro al igual que ellos, tenía en el personaje de Caytano a su héroe, a aquel personaje que creía en un mundo utópico, en el que todos los sueños se pueden cumplir. Este era un ciudadano común y corriente, alineado con los más pobres, con los numerosos campesinos que se trasladan a las grandes ciudades en busca de un futuro promisorio y esperanzador. Se trata de un hombre de mil oficios, algo así como una suerte de Quijote criollo. El propio artista es Caytano en muchos cuadros, las mismas series de este fantástico personaje tienen un tinte autobiográfico, relatan con un lenguaje críptico su propia vida, y curiosamente hasta profetizan su misma muerte, acontecida trágicamente cuando contaba con apenas 38 años.
Es que Gíldaro se identifica con este fantástico personaje, que lo representa en casi todos sus cuadros a lo largo de su carrera, son memorables las series “El Circo de Caytano”, “El Teatro de Caytano” o en “La Muerte de Caytano”, donde finalmente este personaje pasa a mejor vida; el óleo perteneciente a este último conjunto de obras, fechado en 1975 y titulado: “El entierro de Caytano”, muestra al protagonista yacente en una cama y unos girasoles velándolo. Muerto Caytano posteriormente realiza la que sería su última serie: “Coliseos abandonados” donde retrata un coliseo desolado, donde se advierte una composición centrípeta, en el centro sólo quedan las plumas de los gallos, y la sangre derramada, alrededor vemos sillas desocupadas como vestigios de lo acontecido anteriormente en el lugar. Los colores son violáceos, mezcladas con rojos carmín, azules ultramarinos, ocres y blancos. Caytano ya no está esta vez presente en los lienzos de Gíldaro.
También puede estar bien representado en un gallo, como en la serie Los Machu Machus de 1971, cargada de satira y que creara en repudio a la violenta dictadura banzerista, (la misma que fué censurada por el régimen instaurado). En ella apreciamos a un espigado gallo, pintado con largas y precisas pinceladas de tonalidades verdes, violáceas, entremezcladas con algunas líneas ocres que ayudan a otorgarle el volumen necesario a la figura. El ave aparece firme y desafiante, resuelto a hacer frente a los enardecidos militares representados por el grupo folclórico cochabambino. Para Gíldaro las muchas riñas de gallos que plasmó en sus lienzos significaban la lucha por la vida de manera igualitaria, donde ambos gallos estaban entrenados en las mismas condiciones para enfrentarse en una batalla encarnizada, con armas similares y sin ventaja alguna. Para él, el gallo era un símbolo de coraje y su lucha menos cruel que la de los hombres.
Además de plasmar estos sucesos políticos y sociales que se desarrollan en el país, realiza en homenaje al Che Guevara, la serie “Los Búhos Negros”, inspirado en la guerrilla revolucionaria que incursionara en la Bolivia de aquellos tiempos. Podríamos decir que su obra estaba establecida en los cánones de una neofiguración expresionista, dentro de composiciones surrelistas y llega a adoptar la temática social, enarbolando directamente las banderas de lucha. Una muestra de lo dicho es su conocida serie que hace referencia a hechos reales, como ser la terrible escasez de agua que hubo en los años 70 en Cochabamba y que afectó a sus barrios periféricos. En “Éxodo” (1972) el mítico maestro del arte Cochabambino expresa con gran fuerza expresiva y plasticidad la eterna carencia del elemento líquido vital, el agua, en la Llajta de inicios de los años 70.
A la manera de Moisés, su personaje emblemático, Caytano, (para Gíldaro una especie de Quijote de las causas justas), carga baldes de agua acompañado de varios de sus inseparables gallos, (elemento plástico también indispensable en su creación pictórica). Junto a ellos, una multitud de Cochabambinos emigran en el marco de un amanecer crepuscular, todo ello dentro de una composición de espartano tratamiento cromático; como telón de fondo, un enorme sol naciente simboliza la esperanza de mejores días.
La gama de colores sobrios en su paleta: sepias, ocres, arenas, tierras y algunos sutiles blancos- hueso para equilibrar el conjunto, otorgan mayor dramatismo a la pieza. A través de esta magistral obra Antezana demuestra el compromiso social que caracterizó buena parte de su trabajo artístico. Sin duda se trata de una pintura simbólica, testimonial y de gran importancia histórica para el arte boliviano.
La pintura de Gíldaro adquiere un carácter narrativo, simbólico, metafórico y hasta poético. Es que la realidad es, en ocasiones, surrealista. Vemos y escuchamos un sinfín de cosas que superan a la imaginación. Son reales. El surrealismo siempre fue un intento de ahondar en el subconsciente, de manera automática, para ver hasta dónde podemos llegar. A partir de esto, descubrimos que su pintura representa personas (casi siempre su clásico Caytano), objetos (latas,zapatos, camiones viejos cargados de cal), animales (sapos y gallos), los recurrentes girasoles y diversos paisajes (que bien podrían estar retratando desde un recóndito basural hasta un bella estampa valluna).
Con el “El hombre de la vela” Gíldaro Antezana concursó en la Bienal Imbo de 1975. Posiblemente se trate de su última gran obra. Pocos meses después, en 1976, perdería la vida en un trágico accidente de tránsito. En esta magnífica pieza vemos una vez más a su personaje metafórico Caytano, esta vez cargando una gigantesca vela encendida y chorreante; al lado suyo, uno de sus emblemáticos gallos de lidia, como incondicional amigo y centinela. Dicha vela representa simbólicamente una Cruz, acaso una representación pictórica del dolor y de las problemáticas y cuestionamientos tan propios de la existencia humana que cargamos todos, en lo más intrínseco de nuestro ser.
Caytano, además de la compañía de su gallo, aparenta ser un alma solitaria, en un ambiente desolado, acaso un sobreviviente, lo vemos vestido como un indigente, y lleva consigo los rastros de sus carencias y todo lo que tiene para subsistir.
En realidad, el lienzo deja entrever al esteta que Caytano no habita realmente en la oscura miseria humana, ni está tan solo después de todo. La vela encendida representa su dignidad y la vigencia de su lucha, y el tamaño poco convencional de la misma resulta ser la magnitud de su causa. El gallo es toda la compañía que necesita. Caytano representa para el artista el estandarte de lucha de Gíldaro y su Quijote combativo ante las causas imposibles de los pueblos oprimidos. El legendario Gíldaro es también pueblo y su pintura un espejo de su filosofía de vida.
Se trata de una de las piezas de mayores dimensiones que Gíldaro pintó en toda su carrera artística. A través de su particular lenguaje críptico, demuestra en ella toda su mística y la fuerza expresionista de su figuración. El maestro nacido en Ayopaya, hace gala de su madurez técnica y plástica plena, con un dibujo riguroso y trazo preciso, además utilizando magistralmente una paleta de rico colorido, y las exquisitas texturas, tan características en su pintura.
En el trabajo del maestro Cochabambino encontramos expresiones introspectivas donde abordamos simultáneamente los mundos interiores que sugieren las fisionomías absortas de ciertos protagonistas y los mundos interiores del propio artista o más bien sus necesidades interiores. Esa incursión de la intimidad psicológica e intelectual, de los sentimientos y de la fantasía. Evidenciamos una liberación psíquica que instrumenta la liberación plástica: surgen en el espacio los atractivos conjugados de técnicas, atmósfera, misticismo y simbolismo. Dos temas recurrentes dominan en las secuencias oníricas: la figura humana y los animales. Pueden ser motivos únicos o combinarse. Un tercer centro de interés surge esporádicamente, los girasoles, un cuarto más por compromiso: el discurso social. Gíldaro Antezana era único, su gran personalidad y virtuosismo técnico condujo a consolidar en su obra un lenguaje plástico propio y original, sin precedentes en la pintura boliviana (aún hoy, no encontramos un pintor de sus características).
Gíldaro Antezana se desenvolvía sin dificultad alguna al realizar el óleo, la acuarela y el dibujo. Un Colorista excepcional, se manejaba con una paleta baja y sobria. Destacaban las misteriosas sombras que acompañaban a sus personajes representados, además de logrados matices. Utilizaba con frecuencia los colores primarios: donde destacan los verdes, azules y algún rojo para resaltar la obra, además las acompañaba de intensas tonalidades grises, tierras y ocres. Era dueño de una gran sensibilidad para aplicar el color y trabajar la materia en el óleo, donde destaca mediante el uso de la espátula (un recurso muy particular en su obra), la rica textura que dota a sus creaciones de elocuente expresividad.
Técnicamente, su pintura era resuelta con una adecuada distribución de los elementos en el espacio determinado, puntos de fugas, perspectivas lineales y manejo magistral y simétrico de la composición áurea. Sus lienzos revelan los años de estudio y experimentación del color, que le permiten atraer la mirada del espectador cautivándolo y seduciéndolo. En los creativos espacios de variadas texturas, todos los elementos plásticos composicionales, incluso los más inertes se transforman adquiriendo una renovada y llamativa identidad quedando, sin referencias temporales, más próximos a una realidad sensible, que a una objetual. Nos muestra la impactante fuerza expresiva de una sensibilidad que le permite encontrar emocionantes relatos aún en los más insignificantes objetos de su entorno. Las combinaciones de colores complementarios y los contrastes simultáneos producen movimiento, diversidad de planos y profundidades en excitante y armónico equilibrio.
Talentoso dibujante, ejercitó esta técnica desde muy temprana edad. Destacaba la destreza de la línea, el trazo suelto, espontáneo y seguro, que resolvía con gran facilidad y exquisita sencillez. Utilizaba las tintas, el grafito y el carboncillo para realizar sus muchos dibujos, que, a manera de estudios precedían la creación de una obra de mayor formato. El ejercicio de su acuarela tenía la impronta de la escuela tradicional inglesa, espontánea, fresca, ejecutada con manchas calculadas y con gran dominio de color.
Compartió una gran afinidad por esta técnica con su contemporáneo y amigo inseparable Ricardo Pérez Alcalá, con quien viajaba frecuentemente al campo para plasmar los pintorescos paisajes del valle cochabambino. La pintura del maestro Gíldaro Antezana, si bien ha coqueteado con el surrealismo también ha demostrado su gusto por ir a contracorriente de las tendencias imperantes en el arte boliviano del momento y por mantener siempre en alto el dibujo como medio de expresión aventajado frente a cualquier otro recurso.
Debo mencionar el hecho de que, por muchos años, Gíldaro Antezana ha sido un artista injustamente desvalorizado y olvidado por los historiadores del arte boliviano. Particularmente, después de investigarlo durante años, me fío más de lo que siento que de lo que me dicen que tengo que sentir.( Por cierto, en Bolivia hay muy pocos parámetros bibliográficos que verdaderamente nos ayudan a conocer a cabalidad nuestro arte).Cuando realmente conocí la obra de Gíldaro, descubrí que es uno de los artistas más trascendentales en la historia del arte nacional y que inobjetablemente merece ser tomado en cuenta en esta serie de publicaciones.
Cada una de las pinturas de Gíldaro Antezana reviven cada instante de su corta vida; en ellas el extinto maestro cochabambino nuevamente se reencarnará en un feroz gallo, que saltará al ruedo dispuesto a cobrarse la vida de su ocasional oponente; también volverá a convertirse en el misterioso Caytano, quien reaparece una vez más con su figura robusta, apariencia humilde y aire bonachón; rodeado esta vez de gallos más dóciles y los siempre marchitos girasoles, para luego desaparecer desvaneciéndose entre misteriosas sombras. Por increíble que parezca, sus cuadros nos dan la impresión de que dichos personajes escapados de su particular metáfora aún continúan velándolo…es que ahora más que nunca, Gíldaro es Caytano.
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